martes, 2 de septiembre de 2014

T2. Capítulo 14. SIN PODERTE DESPEDIR.

La boca se me secó, no tuve el valor de preguntar qué había pasado. Ni si quiera tuve fuerza para sostener el móvil. Se calló, abriéndose en el suelo del mismo golpe. La pareja me miró, girando la cabeza bruscamente.
-¿Marina…?
-Estoy bien. -reaccioné, observando el bombo de mi mejor amiga. -me voy. -recogí la batería y la ajusté en el teléfono, saliendo por la puerta. López me siguió hasta el ascensor.
-¿Qué ocurre? -me preguntó bajito.
-Malú… -parpadeé. No era capaz de decirlo… -un accidente. -dije sin respetar el lenguaje español. Omitiendo verbos y toda palabra que hiciese falta. Ahora mismo me importaba una mierda todo… solo necesitaba verla.
-¿Está bien? -reaccionó. Me encogí de hombros. Deseé llorar, pero no pude… no me salía. Estaba en shock todavía. -llámame en cuanto sepas algo.
-No le digas nada a Lidia. -conseguí hablar. No quería que se preocupara. En ese estado… cuantas menos preocupaciones, mejor. Al menos hasta que me enterase de lo ocurrido en ese… accidente. Cuando el móvil se encendió, contacté de nuevo con mi cuñado. El silencio invadió la línea.
-¿Dónde estás? Iré a por ti. -al fin respondió.
-En casa de Li. -le di la dirección, oí cómo la insertaba en el GPS. Me senté en el borde de la acera y tapé mi rostro con las manos. Tenía la mente completamente en blanco, no quería hacerme ideas falsas, ni venirme abajo demasiado rápido. Un coche negro se paró frente a mí. Fue entonces cuando decidí levantarme. Era él. Se bajó agitado del automóvil y se tiró al suelo conmigo. Otra vez silencio. Por un lado, quería saberlo ya, pero por otro… no quería oír una mala noticia.
-Un camión… -comenzó, temblaba. Sus manos se movían. Nunca había estado tan nervioso. Le agarré una de ellas fuertemente. -se la ha llevado… la ha echado de la carretera. -lloraba y lloraba. Lo abracé. Intenté darle ánimos, pero no tardé en derrumbarme junto a él. Tragué saliva. Solo esperaba que estuviese bien… -está fatal. -nubló mis pensamientos. Intenté imaginar que no era real. Que era de noche, que solo era una pesadilla. Que pronto sus besos me despertarían, o sus gritos de: ¡ya está listo el desayuno! Pero lo único cierto en mis deseos es que era de noche. La luna, junto al resto de las farolas, iluminaban tristemente la calle.

-¿Vamos…? -solo quería salir corriendo y verla. Necesitaba saber cómo estaba de una vez. Ya no aguantaba más.
-Claro… -dijo desganado. -¿puedes conducir? -me preguntó. Entendí que no era capaz de hacerlo. Me quedé inmóvil. Pero finalmente asentí. Un cosquilleo corrió por todo mi cuerpo. Un cosquilleo horroroso. Mi pierna se extendió para pulsar el pedal. Saltaba, no se estaba quieta. Estaba como un maldito flan. Miré de reojo a José. Había apoyado su codo en la ventanilla, y su cabeza en la mano. Serio, miraba la raya blanca que dividía el carril en dos.
Miles de pensamientos me aturullaban. Una mínima parte de mi mente se centraba en mantenerme en la carretera y frenar en los semáforos. Sentí que todo era culpa mía. Si no hubiésemos discutido… ella no se hubiera movido de casa. Si hubiera reaccionado ante aquella extraña chica… no hubiera pasado nada. Las lágrimas brotaban de mis ojos sin permiso. No podía aguantarme. Respiraba ahogada. Cada vez bajaban por mis mejillas con mayor velocidad. Tenía la vista cubierta por ellas. Apenas veía. Necesitaba un puto parabrisas en los párpados.
-Eh, tranquila. Se pondrá bien. -sonrió levemente. Pero lo cierto es que los dos estábamos destrozados. Completamente abatidos. -ya la conoces. -reí al recordarla. Él también lo hizo. -anda, sécate los ojos que nos vamos a estampar. -me las limpié rápidamente y seguimos camino al hospital. En la sala de espera estaba Pepi, abrazada a su marido, y le agarraba la mano a mi madre. Mi suegra me echó una mala mirada. Yo también me hubiese dirigido a mí misma así. Normal. Su hija estaba allí por mí.
-Hija, ¿cómo estás? -se levantó Marina apresurada y me abrazó. Rodeé su espalda despacio. No contesté. Sentí que sobraban las palabras.
-No la mires así. -le pidió José a su madre, en voz baja. Pero lo oí. -era una trampa… ¿no lo vimos en la tele?
-No digo que estuviese con la tía esa, pero mi niña salió de casa por su culpa. ¿No lo recuerdas? -susurró.
-Mamá, entiendo que ahora necesites echarle el muerto a alguien… pero échaselo a quien conducía el camión, no a ella. Es prácticamente de la familia. Sabes lo feliz que hace a Malú.
-Ya, ya… -dio su brazo a torcer. -tienes razón. -se tiró en la silla que ocupaba antes. Me miró y sonrió levemente. Leí sus labios: "perdona". Negué con la cabeza, esbozando una pequeña y vacía sonrisa. Los minutos pasaban muy lentos… no sabíamos nada. -están haciéndole pruebas. -nos informó Pepi. -de todo tipo… -más silencio. Nos mirábamos los unos a los otros. Contemplábamos las luces de la sala. Las rayas que cortaban las baldosas del suelo.
-Por dios, que nos digan ya algo… -rogó al cielo Pepe. Era consciente de lo mucho que querían a su hija. Y no sé por qué, se me vino a la cabeza el día en que me los presentó. Bromeó conmigo, haciéndonos creer que estaba en contra de nuestra relación. Fue divertido, bueno, ahora me parecía divertido. En aquel momento estuve a punto de salir corriendo y tirarme por la ventana.
-¡Rápido! -oímos lejanamente. Escuché con claridad el sonido de unas ruedas. Probablemente, la camilla en la que iba… la que se convertiría en mi esposa en pocos meses. Todos nos pusimos en pie automáticamente. Nos quedamos helados mirando a la puerta. A través de las pequeñas ventanas redondas, vimos cómo unos ocho médicos corrían, empujando una camilla. Pepi emitió un sonido agudo, un grito de dolor. Pero no dolor físico. Era un dolor mucho más fuerte. El dolor de sentir que su hija estaba peor de lo que nos imaginábamos. El dolor ante el frío que sentía al pensar que podría perderla… Se desvaneció. José y su padre la levantaron como pudieron y la ayudaron a sentarse. Yo me quedé inmóvil. Fuera de mí. Sentí como mi alma se alejaba de mi cuerpo por unos segundos. El tiempo se paró para mí… Los vellos se me levantaron. La sensación que me provocaba el pensar que iba a perderla para siempre era tan asfixiante… Y yo ahí. Quieta. Sin poderme despedir.
-¡Mamá! ¡Mamá! -le chillaba José, moviéndole la cabeza. Volví en mí. Me fui corriendo a por algo de agua. Le traje también un café y unos dulces de una máquina expendedora. Al volver estaba mejor. Mi madre la abanicaba.
-Tómate algo. -le dije, mostrándole mis brazos, cargados.
-Muchas gracias, dios te bendiga. -agradeció. Se sirvió ella misma. Bebió de una vez el agua, tiró el vaso contra el suelo. Luego el café, que ardía. Aunque a ella no le pareció que quemaba mucho… pues lo terminó en menos de un pestañeo.
-¿No quieres los dulces? -le pregunté, al ver que no le daba ni por mirarlos. Se negó.
-Come. -le obligó Pepe. Cogió una palmera de chocolate y fue dándole pequeños mordiscos hasta terminarla. -¿estás mejor? -seguía muy atento a su esposa. Me pregunté si yo sería tan buena para Malú como él…
-Que sí, pesado. -le contestó amargamente. Nosotros tres reímos sin mucho ánimo. Aún sentía el recorrido de mis lágrimas por los cachetes. Decidí entonces dar una vuelta. Todos vieron cómo me marchaba, pero no dijeron nada. Necesitaba estar sola. Agradecía que me entendieran. Caminé solitaria por el hospital. Recorrí los infinitos pasillos como un alma en pena. Con las manos escondidas en mis bolsillos y los ojos perdidos en el suelo. El sonido era rompedor. Dolía. No se oía nada. A veces alguna que otra rueda chirriando… O los susurros de los médicos. Todo era silencio hasta que me acerqué al pasillo equivocado… Tras una de las puertas estaba ella. Ella y cientos de médicos mirándola de arriba abajo. Me senté justo a la derecha de ésta y abracé mis piernas. No quería vivir sin ella. Lloré todo lo que me había tragado en esa sala. Mi estómago recibía puñetazos imaginarios. Una y otra vez. Me faltaba el aire. Me ahogaba con mis propias lágrimas.
-No deberías estar aquí. -me dijo un médico, saliendo de allí. Intenté mirar, pero no conseguí verla. Demasiadas batas verdes alrededor. -eh, vuelve a la sala de espera. -lo miré desde abajo. -¿eres Marina? -asentí con la poca fuerza que me quedaba. Había llorado tanto que me encontraba hueca. Notaba mis ojos hinchados. -chica… estás... -bufó. Se puso en cuclillas.-te acompaño.
-No… déjame aquí. -le pedí. Me agarró el brazo, intentado levantarme. Me resigné. Quería estar lo más cerca posible de ella.
-No puedes… Vamos, tienes que ir te. -consiguió elevarme. Me empujó por los hombros hasta mi familia. Porque ya me consideraba parte de ella.
-Eh… -murmuró José al verme. No quería pensar en mi aspecto. Pero seguro que daba miedo. Vino corriendo y me estrujó en sus fuertes brazos. Su pecho era duro como el hielo, pero no me importó. -deberías cambiar esa cara. -me dijo, su voz estaba rota. Pretendíamos animarnos entre todos. Ser una piña. -a Malú no le gustaría nada verte así. ¿Qué pasa si sale ahora y te ve? -me hizo sonreír al imaginármela.
-Doctor, ¿no puede decirnos nada? -Pepe corrió tras el amable médico que me había encontrado.
-Ánimo. -levantó la mano.
-Por favor. -lo siguió. Insistiéndole. Él suspiró.
-Está muy grave. -sus palabras se nos clavaron como cuchillos. Fue un golpe seco en mi corazón, que brillaba por su flaqueza. Pepi no paraba de besar al crucifijo que colgaba de su cuello. El hombre volvió al pasillo con el gesto serio, y Pepe retornó con nosotros.
Realmente no tenía ni la menos idea de qué pasaría. Lo que tenía claro era que si le pasaba algo me iba a morir. No soportaría su ausencia. Había intentado ser positiva y pensar que a la mañana siguiente el sol saldría, que ella estaría bien. Pero después de oír al doctor... Volví a sollozar de nuevo, sin hacer mucho ruido. No quería molestarles más. Ya tenían suficiente con lo que había conseguido… Mi vida sin ella… No. Mi madre reclamó mi presencia. Decidí entonces sentarme a su lado. Puso mi mano entre las suyas.
Nuestros bajones eran una especie de virus que se iba pasando de uno en uno. Rotando por esa habitación. Ahora le había dado a mi suegro, que lloraba casi sin hacer ruido.
-Mi pequeña… -decía una y otra vez. Jamás olvidaría esa noche. Nunca en todo lo que llevaba de vida lo había pasado tan mal. Era todo tan… tan… doloroso. Ojalá fuese yo la que estuviese ahí dentro… no ella. Ojalá.
-Iros a casa, anda. -les animó su hijo. -aquí no hacéis nada… y dudo que sepamos algo hasta que amanezca.
-No, yo no me muevo. -dijo firme. -vete tú con Marina. -negué con la cabeza. No pensaba abandonar el hospital.
-Pues nada. -volvimos al inicio. Esa conversación fue basura. No resolvimos nada. Nada cambió. -Marina, puedes irte tú si quieres. -dijo, refiriéndose a mi progenitora.
-No, no. Yo me quedo con ustedes. -se lo agradecí. Me encantaba que me apretujara la mano. Me tumbó en su hombro. Sentí protección, hasta quedarme dormida. El cansancio consiguió derrotarme…
Cuando me desperté eran las cinco de la mañana. Me encontraba muy aturdida. El cuello me dolía. Pero me dolió aún más recordar lo que había pasado la noche anterior. Sin ni siquiera abrir los ojos del todo, oí la voz rasgada y grave de Pepe.

-Tiene un coágulo en la cabeza. 

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