El cansancio se extendió hasta las doce. Fue a esa hora a la
que despertamos. Nos quedábamos casi sin fin de semana. Teníamos dos escasos y
cortos días para disfrutar de una ciudad con tantos rincones y secretos por
descubrir. París estaba llena de detalles, a cual más perfecto. Li, que había
estado en la capital francesa unas tres veces, nos programó el viaje. Había
apuntado qué sitios debíamos visitar obligatoriamente. Me senté al borde de la
cama. Abrí la agenda y vi que hasta había anotado el tiempo en cada lugar.
Mientras ojeaba el pequeño cuaderno, Malú se puso de rodillas detrás de mí y me
rodeó el cuello con sus brazos. Besaba mi hombro sin prisa.
-Vamos a hacer los deberes de Li. -rió. -a ver… ¿que toca?
-Viajecito por el Sena. -le contesté.
-Es precioso. Me encanta. ¿A ti te apetece?
-A mi me apetece toda cosa que hagamos juntas. -sonreí.
Empezó a reírse y a darme besos, esta vez en el cuello. Me daba unas cosquillas
horribles. -¡PARA! -exclamé sin parar de carcajear, escabulléndome con bruscos
movimientos que no tenían éxito. No lograba deshacerme de ella. Me echó hacia
atrás, tumbándome en la cama. -Va, vamos. -recuperé la respiración.
-Ponte un bikini, a ver si te voy a tirar al río. –me amenazó
mientras nos vestíamos.
Subimos al barco. Me encantó la frescura que nos trasmitía.
Hacía un calor primaveral estupendo. Después de aquel frío invierno madrileño,
ese sol se agradecía. La agradable brisa del Sena nos envolvía. Malú se agarró
a la barandilla y subió los pies en la barra más baja. La abracé por detrás e
hice el amago de tirarla. Se agarró asustada.
-No tienes huevos. -me desafió con una risilla.
-¿Te recuerdo lo que pasó la última vez que dijiste eso…?
-se bajó rápidamente. Besé su sien y nos quedamos en el sitio contemplando el
paisaje. Nunca había visto tanta belleza concentrada en un mismo lugar. La de
cosas que me había perdido en la vida… Suerte que aún me quedaba mucha para
descubrir sitios como ese.
Subimos a la Torre Eiffel, que menuda estafa. Te cobran una
barbaridad solo por subir. Llegamos a la cima y me topé con una vista increíble.
Podíamos divisar toda París. Eso sí, era un placer no apto para acrofóbicos. Me
quedé un buen rato, no recuerdo ni cuánto tiempo pasó. Era increíble. Me tenían
hechizada las vistas.
-Cariño, ¿bajamos ya? -me preguntó Malú, tirando de mi
brazo. -es la hora de comer.
-¿Puedes esperarte un segundo?
-Qué borde eres. -soltó con cara de asco. -te espero abajo.
-no le contesté. Rápidamente la seguí. No aguantaba nada enfadada con ella. Rió
victoriosa y yo miré a otro lado.
-No puedo contigo… -confesé risueña.
Después del almuerzo teníamos previsto visitar la catedral
de Notre Dame. La vi e inmediatamente se me vino a la memoria las clases de
Historia del Arte de segundo de bachillerato. Como también recordaba que me
entró en el examen y me hizo aprobar. Me fijé en la arquitecturita, aún me
acordaba de algunas cosas. El arte gótico en su esplendor. Nos unimos a un guía
para enterarnos de algo. Duramos poco con él, nos cansó tanto exceso de
información y decidimos ir por nuestra cuenta.
-Era muy plasta. –soltó ella mientras paseábamos con
nuestras manos entrelazadas alrededor del monumento.
El día terminaba supuestamente con la visita al Louvre. Las
ganas de ver más cultura eran nulas, tanto para ella, como para mí. Yo siempre
había me había decantado más por la arquitectura que por la pintura, así que
fuimos unas malotas y nos saltamos el estricto plan de Lidia. Decidimos
quedarnos en el Jardín de las Tullerías, entre el museo éste y el Sena. Comenzó
a refrescar y a oscurecer. El sol se iba y nosotras perdidas en aquel enorme
jardín encantador.
No me despegaba de ella ni para ir al baño. No la soltaba.
Cómo decía en la carta, no iba a separarme ni un milímetro de su piel durante
el viaje. La necesitaba tanto.
-Va siendo hora de que nos vayamos… -opinó Malú, viendo la
hora que marcaba su reloj dorado.
-¿Quieres ir a cenar? -le pregunté, levantándome del banco.
-Estaría bien. Pero antes… -me abrazó. Me reí en sus brazos.
-lo echaba de menos. -dijo, apretándome más.
-Pero si llevamos toda la tarde así.
-Y aunque estuviésemos una eternidad… tendría ganas de más.
-nos besamos bajo la luna parisina. Ella se sentía tan enamorada como yo de
ella. Éramos muy felices. Últimamente las cosas me iban muy bien… por fin.
Fuimos a un restaurante precioso tras una ducha en el hotel.
No conocía ninguno en París después de ese… pero sinceramente, pensaba que era
imposible que hubiese otro más bonito. Y, como todo en la vida, tenía un
precio, bastante elevado por ser de lujo, pero merecía la pena. Ella lo
merecía.
-Boba, no hacía falta que me trajeras a este sitio… yo con
un Mc Donald´s me conformaba… -dijo.
-Qué sencilla eres. -carcajeé.
-Es verdad, idiota. -reía mientras nos acomodábamos en los
asientos.
-Levántate. -le pedí. -quiero hacer una cosa. -me hizo caso,
algo extrañada. Fui tras ella y empujé la silla para que se sentase. Ella se
echó a reír.
-Qué romanticaballerosa… -dijo la última palabra despacio,
inventándosela. Nueva para el diccionario Malú-español, español-Malú. Ojeamos
la carta un buen rato. -Vas a tener que vender muchos discos para pagarme la
cenita, ¿lo sabes? -bromeó.
-Creo que mejor voy a vender un riñón. -opiné, provocando su
risa contagiosa. Cogí un cuchillo de los que estaban sobre la mesa e hice el
amago de cortarme la barriga para sacar el órgano. Malú no paraba de dar
fuertes carcajadas. El resto de clientes se giraron de golpe y nos miraron de
forma extraña. Pronto se acercó un camarero. Muy serio y elegante.
-Vous pouvez parler plus bas? –nos preguntó con un acento
más que perfecto. Probablemente era nativo. Nos pedía que habláramos más bajo.
-Pardon… -me disculpé. -nous voulons deux verres à vin. –utilicé
mi francés buscando entre las telarañas de mi memoria. Mi chica se quedó
asombrada mirándome. No tenía ni idea de que supiese hablarlo. El riguroso
señor se retiró con la demanda y María Lucía seguía pasmada.
-Cómo me gustas hablando francés. –insinuó levantando con su
sensualidad la ceja derecha. Noté su pierna acariciar mi muslo.
-Cariño, aquí no. –le susurré, tragando saliva. –s´il vous
plaît. –volvió a morirse al oírme. El trabajador irrumpió la escena. Traía dos
copas de vino y ella se asustó, se incorporó quitando la pierna de mi silla
rápidamente. Dio un golpe y la mesa se movió, tanto, que los cubiertos
saltaron, haciendo sonar. Otra vez nos fusilaron con la mirada los allí
presentes. El camarero nos miró algo harto de nosotras. Le pedí la comida y
volvió a irse. Malú y yo nos reíamos bajito, para no liarla más.
-Qué vergüenza. –estaba colorada como un tomate. Se escondió
bajo sus infinitos cabellos.
-Si es que… -suspiré sin dejar de sonreír. –bueno, una
anécdota para recordar.
El primer plato, una sopa típica francesa, llegó a nuestra
mesa. Mientras yo bebía un último trago antes de empezar aquel manjar, la
princesa del pop español dio la primera cucharada. El humito que desprendía se
podía ver.
-Está ardiendo… -la avisé. Pero de poco sirvió. Se metió la
cucharada entera. Se le puso la cara de todos los colores posibles y la escupió
en el plato. Abrió la boca y se echó aire con la mano.
-¡Quema, quema! –chilló desesperada. Yo lloraba de risa… Nos
convertimos de nuevo en el centro de atención.
El dueño del restaurante, vestido de uniforme y con el
típico bigote francés, se acercó a nosotras junto al camarero que nos atendió
anteriormente.
-Me temo que tenéis que abandonar el local. –dijo en nuestro
idioma natal.
-Perdona, no volverá a suceder. –negó con la cabeza ante mis
palabras. –de verdad, ya nos estamos quietas.
-¿Hace falta que llame a seguridad? –amenazó.
-Ya nos vamos… -se levantó avergonzada mi chica. Al
principio estábamos algo cortadas cuando salimos del restaurante, pero al final
acabamos riéndonos bajo la tenue luz de las farolas de una calle desierta.
-Eres todo un caso. –le dije aún entre carcajadas.
-Te quiero. –se aferró a mi cuerpo. Yo la rodeé por su
cuello y caminamos hacia ningún sitio. No teníamos rumbo en ese momento. -¿nos
hacemos un Mc Donald´s?
-Creo que sí. –carcajeé. –no estamos hechas para el lujo…
-Vamos, que un Mc Pollo no tiene nada que envidiarle a la
mierda sopa esa. –reí al oírla. –como quemaba la “joía”. –sacó la lengua y
habló con ella fuera. –“mira como la tengo”. –puede que dijese. No la entendí. –me
encantan las estrellas parisinas. –dijo, parándose en seco y mirando al cielo.
-No es por nada, pero esas estrellas son las mismas que las…
-Cállate. –me cortó. –aquí brillan más, ¿no las ves?
-Pero eso es porque estás tú mirándolas. –rió tímidamente
cómo solía hacer cuando le decía estas cosas. La abracé por detrás.
-¿Algún día se te acabaran las ñoñadas? –preguntó,
acomodándose en mi pecho, y yo en su hombro.
-Solo si dejas de quererme.
-Eso no pasará.
-Pues ahí tienes la respuesta. –volvimos a fundir nuestros
labios mientras dábamos pasos a la vez hacia delante. Pierna derecha, pierna
izquierda. Nuestro retraso era importante. Quién iba a decir que personas con
nuestra edad hicieran esas bobadas de adolescentes. Mordí su cuello en una de
esas zancadas.
-Hemos acabado el día igual que ha empezado, pero a la
inversa. Ahora eres tú quién me hace cosquillas. –reí acordándome del momento
en la habitación. Dejé de abrazarla y metí mi cabeza entre sus piernas. Agarré
sus manos y la alcé. -¡BÁJAME! –chilló asustada. Yo empecé a correr dando bandazos
de un lado a otro de aquella calle perdida de París. -¡MARINA!
Me encanta cielo, cada vez son mejores. Sigue así y llegará el día que te dije, y yo estaré la primera en tu firma de libros. Te quiero
ResponderEliminar