La boca se me secó, no tuve el
valor de preguntar qué había pasado. Ni si quiera tuve fuerza para sostener el
móvil. Se calló, abriéndose en el suelo del mismo golpe. La pareja me miró,
girando la cabeza bruscamente.
-¿Marina…?
-Estoy bien. -reaccioné,
observando el bombo de mi mejor amiga. -me voy. -recogí la batería y la ajusté
en el teléfono, saliendo por la puerta. López me siguió hasta el ascensor.
-¿Qué ocurre? -me preguntó bajito.
-Malú… -parpadeé. No era capaz de
decirlo… -un accidente. -dije sin respetar el lenguaje español. Omitiendo
verbos y toda palabra que hiciese falta. Ahora mismo me importaba una mierda
todo… solo necesitaba verla.
-¿Está bien? -reaccionó. Me encogí
de hombros. Deseé llorar, pero no pude… no me salía. Estaba en shock todavía.
-llámame en cuanto sepas algo.
-No le digas nada a Lidia.
-conseguí hablar. No quería que se preocupara. En ese estado… cuantas menos
preocupaciones, mejor. Al menos hasta que me enterase de lo ocurrido en ese…
accidente. Cuando el móvil se encendió, contacté de nuevo con mi cuñado. El
silencio invadió la línea.
-¿Dónde estás? Iré a por ti. -al
fin respondió.
-En casa de Li. -le di la
dirección, oí cómo la insertaba en el GPS. Me senté en el borde de la acera y
tapé mi rostro con las manos. Tenía la mente completamente en blanco, no quería
hacerme ideas falsas, ni venirme abajo demasiado rápido. Un coche negro se paró
frente a mí. Fue entonces cuando decidí levantarme. Era él. Se bajó agitado del
automóvil y se tiró al suelo conmigo. Otra vez silencio. Por un lado, quería
saberlo ya, pero por otro… no quería oír una mala noticia.
-Un camión… -comenzó, temblaba.
Sus manos se movían. Nunca había estado tan nervioso. Le agarré una de ellas
fuertemente. -se la ha llevado… la ha echado de la carretera. -lloraba y
lloraba. Lo abracé. Intenté darle ánimos, pero no tardé en derrumbarme junto a
él. Tragué saliva. Solo esperaba que estuviese bien… -está fatal. -nubló mis
pensamientos. Intenté imaginar que no era real. Que era de noche, que solo era
una pesadilla. Que pronto sus besos me despertarían, o sus gritos de: ¡ya está
listo el desayuno! Pero lo único cierto en mis deseos es que era de noche. La
luna, junto al resto de las farolas, iluminaban tristemente la calle.
-¿Vamos…? -solo quería salir
corriendo y verla. Necesitaba saber cómo estaba de una vez. Ya no aguantaba
más.
-Claro… -dijo desganado. -¿puedes
conducir? -me preguntó. Entendí que no era capaz de hacerlo. Me quedé inmóvil.
Pero finalmente asentí. Un cosquilleo corrió por todo mi cuerpo. Un cosquilleo
horroroso. Mi pierna se extendió para pulsar el pedal. Saltaba, no se estaba
quieta. Estaba como un maldito flan. Miré de reojo a José. Había apoyado su
codo en la ventanilla, y su cabeza en la mano. Serio, miraba la raya blanca que
dividía el carril en dos.
Miles de pensamientos me
aturullaban. Una mínima parte de mi mente se centraba en mantenerme en la
carretera y frenar en los semáforos. Sentí que todo era culpa mía. Si no
hubiésemos discutido… ella no se hubiera movido de casa. Si hubiera reaccionado
ante aquella extraña chica… no hubiera pasado nada. Las lágrimas brotaban de
mis ojos sin permiso. No podía aguantarme. Respiraba ahogada. Cada vez bajaban
por mis mejillas con mayor velocidad. Tenía la vista cubierta por ellas. Apenas
veía. Necesitaba un puto parabrisas en los párpados.
-Eh, tranquila. Se pondrá bien.
-sonrió levemente. Pero lo cierto es que los dos estábamos destrozados.
Completamente abatidos. -ya la conoces. -reí al recordarla. Él también lo hizo.
-anda, sécate los ojos que nos vamos a estampar. -me las limpié rápidamente y
seguimos camino al hospital. En la sala de espera estaba Pepi, abrazada a su
marido, y le agarraba la mano a mi madre. Mi suegra me echó una mala mirada. Yo
también me hubiese dirigido a mí misma así. Normal. Su hija estaba allí por mí.
-Hija, ¿cómo estás? -se levantó Marina
apresurada y me abrazó. Rodeé su espalda despacio. No contesté. Sentí que
sobraban las palabras.
-No la mires así. -le pidió José a
su madre, en voz baja. Pero lo oí. -era una trampa… ¿no lo vimos en la tele?
-No digo que estuviese con la tía
esa, pero mi niña salió de casa por su culpa. ¿No lo recuerdas? -susurró.
-Mamá, entiendo que ahora
necesites echarle el muerto a alguien… pero échaselo a quien conducía el
camión, no a ella. Es prácticamente de la familia. Sabes lo feliz que hace a
Malú.
-Ya, ya… -dio su brazo a torcer.
-tienes razón. -se tiró en la silla que ocupaba antes. Me miró y sonrió
levemente. Leí sus labios: "perdona". Negué con la cabeza, esbozando
una pequeña y vacía sonrisa. Los minutos pasaban muy lentos… no sabíamos nada.
-están haciéndole pruebas. -nos informó Pepi. -de todo tipo… -más silencio. Nos
mirábamos los unos a los otros. Contemplábamos las luces de la sala. Las rayas
que cortaban las baldosas del suelo.
-Por dios, que nos digan ya algo…
-rogó al cielo Pepe. Era consciente de lo mucho que querían a su hija. Y no sé
por qué, se me vino a la cabeza el día en que me los presentó. Bromeó conmigo,
haciéndonos creer que estaba en contra de nuestra relación. Fue divertido,
bueno, ahora me parecía divertido. En aquel momento estuve a punto de salir
corriendo y tirarme por la ventana.
-¡Rápido! -oímos lejanamente.
Escuché con claridad el sonido de unas ruedas. Probablemente, la camilla en la
que iba… la que se convertiría en mi esposa en pocos meses. Todos nos pusimos
en pie automáticamente. Nos quedamos helados mirando a la puerta. A través de
las pequeñas ventanas redondas, vimos cómo unos ocho médicos corrían, empujando
una camilla. Pepi emitió un sonido agudo, un grito de dolor. Pero no dolor
físico. Era un dolor mucho más fuerte. El dolor de sentir que su hija estaba
peor de lo que nos imaginábamos. El dolor ante el frío que sentía al pensar que
podría perderla… Se desvaneció. José y su padre la levantaron como pudieron y
la ayudaron a sentarse. Yo me quedé inmóvil. Fuera de mí. Sentí como mi alma se
alejaba de mi cuerpo por unos segundos. El tiempo se paró para mí… Los vellos
se me levantaron. La sensación que me provocaba el pensar que iba a perderla
para siempre era tan asfixiante… Y yo ahí. Quieta. Sin poderme despedir.
-¡Mamá! ¡Mamá! -le chillaba José,
moviéndole la cabeza. Volví en mí. Me fui corriendo a por algo de agua. Le
traje también un café y unos dulces de una máquina expendedora. Al volver
estaba mejor. Mi madre la abanicaba.
-Tómate algo. -le dije,
mostrándole mis brazos, cargados.
-Muchas gracias, dios te bendiga.
-agradeció. Se sirvió ella misma. Bebió de una vez el agua, tiró el vaso contra
el suelo. Luego el café, que ardía. Aunque a ella no le pareció que quemaba
mucho… pues lo terminó en menos de un pestañeo.
-¿No quieres los dulces? -le
pregunté, al ver que no le daba ni por mirarlos. Se negó.
-Come. -le obligó Pepe. Cogió una
palmera de chocolate y fue dándole pequeños mordiscos hasta terminarla. -¿estás
mejor? -seguía muy atento a su esposa. Me pregunté si yo sería tan buena para
Malú como él…
-Que sí, pesado. -le contestó
amargamente. Nosotros tres reímos sin mucho ánimo. Aún sentía el recorrido de
mis lágrimas por los cachetes. Decidí entonces dar una vuelta. Todos vieron cómo
me marchaba, pero no dijeron nada. Necesitaba estar sola. Agradecía que me
entendieran. Caminé solitaria por el hospital. Recorrí los infinitos pasillos
como un alma en pena. Con las manos escondidas en mis bolsillos y los ojos
perdidos en el suelo. El sonido era rompedor. Dolía. No se oía nada. A veces
alguna que otra rueda chirriando… O los susurros de los médicos. Todo era
silencio hasta que me acerqué al pasillo equivocado… Tras una de las puertas
estaba ella. Ella y cientos de médicos mirándola de arriba abajo. Me senté
justo a la derecha de ésta y abracé mis piernas. No quería vivir sin ella. Lloré
todo lo que me había tragado en esa sala. Mi estómago recibía puñetazos
imaginarios. Una y otra vez. Me faltaba el aire. Me ahogaba con mis propias
lágrimas.
-No deberías estar aquí. -me dijo
un médico, saliendo de allí. Intenté mirar, pero no conseguí verla. Demasiadas
batas verdes alrededor. -eh, vuelve a la sala de espera. -lo miré desde abajo.
-¿eres Marina? -asentí con la poca fuerza que me quedaba. Había llorado tanto
que me encontraba hueca. Notaba mis ojos hinchados. -chica… estás... -bufó. Se
puso en cuclillas.-te acompaño.
-No… déjame aquí. -le pedí. Me
agarró el brazo, intentado levantarme. Me resigné. Quería estar lo más cerca
posible de ella.
-No puedes… Vamos, tienes que ir
te. -consiguió elevarme. Me empujó por los hombros hasta mi familia. Porque ya
me consideraba parte de ella.
-Eh… -murmuró José al verme. No
quería pensar en mi aspecto. Pero seguro que daba miedo. Vino corriendo y me
estrujó en sus fuertes brazos. Su pecho era duro como el hielo, pero no me
importó. -deberías cambiar esa cara. -me dijo, su voz estaba rota. Pretendíamos
animarnos entre todos. Ser una piña. -a Malú no le gustaría nada verte así.
¿Qué pasa si sale ahora y te ve? -me hizo sonreír al imaginármela.
-Doctor, ¿no puede decirnos nada?
-Pepe corrió tras el amable médico que me había encontrado.
-Ánimo. -levantó la mano.
-Por favor. -lo siguió.
Insistiéndole. Él suspiró.
-Está muy grave. -sus palabras se
nos clavaron como cuchillos. Fue un golpe seco en mi corazón, que brillaba por
su flaqueza. Pepi no paraba de besar al crucifijo que colgaba de su cuello. El
hombre volvió al pasillo con el gesto serio, y Pepe retornó con nosotros.
Realmente no tenía ni la menos
idea de qué pasaría. Lo que tenía claro era que si le pasaba algo me iba a
morir. No soportaría su ausencia. Había intentado ser positiva y pensar que a
la mañana siguiente el sol saldría, que ella estaría bien. Pero después de oír
al doctor... Volví a sollozar de nuevo, sin hacer mucho ruido. No quería
molestarles más. Ya tenían suficiente con lo que había conseguido… Mi vida sin
ella… No. Mi madre reclamó mi presencia. Decidí entonces sentarme a su lado.
Puso mi mano entre las suyas.
Nuestros bajones eran una especie
de virus que se iba pasando de uno en uno. Rotando por esa habitación. Ahora le
había dado a mi suegro, que lloraba casi sin hacer ruido.
-Mi pequeña… -decía una y otra
vez. Jamás olvidaría esa noche. Nunca en todo lo que llevaba de vida lo había
pasado tan mal. Era todo tan… tan… doloroso. Ojalá fuese yo la que estuviese
ahí dentro… no ella. Ojalá.
-Iros a casa, anda. -les animó su
hijo. -aquí no hacéis nada… y dudo que sepamos algo hasta que amanezca.
-No, yo no me muevo. -dijo firme.
-vete tú con Marina. -negué con la cabeza. No pensaba abandonar el hospital.
-Pues nada. -volvimos al inicio.
Esa conversación fue basura. No resolvimos nada. Nada cambió. -Marina, puedes
irte tú si quieres. -dijo, refiriéndose a mi progenitora.
-No, no. Yo me quedo con ustedes.
-se lo agradecí. Me encantaba que me apretujara la mano. Me tumbó en su hombro.
Sentí protección, hasta quedarme dormida. El cansancio consiguió derrotarme…
Cuando me desperté eran las cinco
de la mañana. Me encontraba muy aturdida. El cuello me dolía. Pero me dolió aún
más recordar lo que había pasado la noche anterior. Sin ni siquiera abrir los
ojos del todo, oí la voz rasgada y grave de Pepe.
-Tiene un coágulo en la cabeza.
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